jueves, 25 de abril de 2013


PONER EN ACTO LO POSIBLE.
Los aportes de la autoevaluación institucional.
Prof. Pablo Fernando Garrido


Por lo común, nos inclinamos a pensar la escuela, en general, y el aula, en particular, como un pequeño-gran teatro: en él, cada uno de los sujetos involucrados tendría un papel que representar. Es más, creemos que, en principio, todo profesional docente sabe que la enseñanza tiene mucho de actuación. El histrionismo del docente comienza con la tarea básica de obtener la atención del grupo; para lograrlo, se ve obligado a modular y elevar el tono de su voz, volver la vista hacia los alumnos “inquietos”, extender los brazos o mantener quieto su cuerpo, etcétera. Parece que el buen docente es o debe ser un buen actor. Es aquel que logra imponer un cierto grado de tensión en el aula mediante una dicción más o menos adecuada, una cierta forma de vestirse, una cierta forma de desplazarse, de gesticular, de usar las palabras precisas en el momento adecuado y, en fin, de acuerdo con todo esto, es aquel que posee el sentido del “arte dramático”. Hay algunos autores que hablan sobre esto:

[…] la enseñanza es algo profundamente artificial, es decir es una representación de la realidad y no la realidad misma […] esta teatralización de la actividad docente es similar a la narrativización”[i] (Mc Ewan y Egan, 1995).

[…] la teatralización de la actividad áulica, es decir la introducción de formatos narrativos compartidos, mediante los cuales las actividades escolares sean lo más cercanas posible a la vida, aunque no sean la vida misma, sino una representación de ella […] De esta manera, teatro y diccionario se convierten en dos aspectos de la enseñanza que se encuentran indisolublemente ligados, como se encuentran ligados los contenidos como carga semántica y la manera que tienen los profesores para presentarlos llevando a cabo diferentes estrategias didácticas”[ii] (Litwin, 1997).

También hay otros autores que apoyan, en algún sentido, esta perspectiva. Citamos, por caso, a Perrenoud (1990), a su vez citado por Edelstein y Coria (1995): este plantea que existe un “oficio de alumno” en cuanto a interiorización de una cultura propia de la organización institucional y de la clase; un oficio que, en definitiva, se asocia al “aprender las reglas del juego” o, en otros términos, a aprender un guión para moverse en la escuela. Tomamos en préstamo el concepto de Perrenoud, y proponemos, con base en la experiencia abrevada durante nuestra biografía escolar, que hay un “oficio de docente”.
En ese oficio, no todo lo que supone “teatralización” resulta positivo, ni todo lo que un docente tiene de “histrión” lo convierte en un “buen docente”. El teatro es “fingimiento”, es ficción, y, si bien en “las tablas” eso puede ser muy fructífero, siempre, en una persona, como sabemos, el fingimiento puede tener facetas negativas. Una persona puede fingir sentimientos, actitudes, comportamientos, puede mostrar a los demás algo que no concuerda con su fuero más íntimo. Ese “juego” se llama hipocresía[iii]. Y en tanto un docente es una persona, bien puede ser víctima de ella. No importaría demasiado que así fuese en el plano de su vida personal (en tal caso existe una conciencia moral que se encargará de juzgarlo), pero no nos parece para nada laudable que lo sea en el plano laboral/profesional. ¿Por qué? Por obvias razones: además de aquella conciencia moral, en el oficio docente hay una ética profesional que debe ser resguardada y hay un grupo de personas que se tiene a cargo, cuya seguridad y crecimiento personales deben ser priorizados en todo momento.
De manera que la teatralización y el histrionismo en un docente en tanto tal pueden dar lugar a algo que queremos llamar “hipocresía profesional”: el fingimiento de cualidades o sentimientos sobre distintos aspectos de la educación contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan. Se produce, entonces, una dialéctica perversa entre el ser y el parecer, que inaugura todo un universo escolar de cosas no dichas, o dichas a medias. Así, puede simularse, por ejemplo, que no se tienen prejuicios, que se apoya la idea de que la diversidad y la heterogeneidad son valiosas en una escuela, que se busca que todos los estudiantes aprendan y mejoren su desempeño intelectual y personal, que se hace o se hizo todo el esfuerzo requerido para que los alumnos que se muestran “desmotivados” se motiven, y la lista puede seguir indefinidamente.[iv]
En este marco, la autoevaluación de nuestra tarea, enmarcada en una evaluación institucional sistemática, puede servirnos –siempre– para revisar aquel interjuego entre el ser y el parecer, para adentrarnos en el nivel de las significaciones y los “no dichos” institucionales, así como para comprender los hechos que ocurren dentro de los establecimientos y las relaciones de estos con su contexto. Con –y a través de– la autoevaluación, es posible aprender algo más sobre la estructura y el funcionamiento de la propia escuela con vistas a mejorar su calidad y generar un entorno protector para que todos los adolescentes tengan mejores oportunidades de educarse y poder concretar verdaderamente los derechos de los niños y adolescentes (un mandato irrenunciable desde que, en 2006, la ley 26.206 de Educación Nacional estableciera la obligatoriedad de la escuela secundaria).[v]
Sin embargo, no podemos negar que pocas veces nos tomamos un tiempo, como profesionales docentes, para (re)pensar sistemáticamente nuestra institución y nuestro rol, sumidos en la velocidad y la agitación propia de los múltiples trabajos que nos competen. Si es que alguna vez lo hacemos, no es raro que consideremos nuestra tarea como algo estático, inflexible. Tan es así que solemos concebir a la escuela, en tanto institución, como un espacio sacro, intocable, inmodificable. Parecería que el mandato y las funciones de la escuela secundaria deben mantenerse incólumes pese a las transformaciones –evidentes– que se han producido y se producen en el mundo, de manera incesante. Esta visión anquilosada se corresponde de manera directa con el programa educativo de la modernidad, con los orígenes de los sistemas educativos nacionales, que ha marcado profundamente a la educación secundaria. Según Francois Dubet (2004), este programa institucional tradicional construyó una ficción pedagógica según la cual la escuela se dirige a los alumnos, entendidos sólo como sujetos de conocimiento y razón y no a niños y adolescentes, como sujetos singulares portadores de pasiones y particularismos sociales. El autor entiende que esto redundó en la exclusión precoz de los alumnos que no aceptaban las reglas y determinismo escolares.
Hoy, en un contexto signado por el acceso igualitario –como hecho o como aspiración–, ya no es posible encontrar una finalidad, un sentido socialmente homogéneo para la escuela media, sino que, por el contrario, existe pluralidad y fragmentación de los sentidos (y significados) que se le otorgan. De acuerdo con eso, y teniendo en cuenta que el currículum tiene varios niveles de concreción más allá del diseño curricular oficial, es necesario preguntarse qué implica un diseño curricular relevante en el nivel secundario en la actualidad. Y para eso también sirve la autoevaluación.
Por otro lado, somos conscientes de que la docencia nunca es neutra. Optamos –siempre– por alguna posición respecto de ideas centrales en nuestro ámbito profesional: sobre qué es enseñar, aprender, ser profesor, ser alumnos, educar. Los distintos enfoques o posiciones enfatizan algún elemento del proceso de enseñanza y aprendizaje en particular y por eso resulta necesario recuperar y develar las teorías implícitas a través de un proceso reflexivo que las ponga en cuestión y genere posibles alternativas. Cabe instalar en las escuelas la pregunta acerca de con qué modelos se acuerda más y de qué docente se quiere ser, para nuestro enfoque de enseñanza esté en permanente revisión y reconstrucción, conforme a los indicadores de la realidad contextual. Es decir, con el objeto de que los docentes tomemos decisiones conscientes, cuidadosamente pensadas, sobre el tipo de docente que está continuamente en proceso de llegar a ser y, en consecuencia, sobre los estudiantes con cuya formación integral estamos colaborando. Y en esto, otra vez, viene a ayudarnos la autoevaluación.
Sabemos que ser docente –hoy y siempre– es una tarea com­pleja, que exige afrontar el desafío de hacer de la escuela un espacio donde el presente sea más rico y resguardado, un espacio que haga posible otro futuro, co­laborando en la construcción de una sociedad más justa y democrática (y no creemos que esta aspiración sea un cliché; la educación está repleta de estereotipos, clichés, lugares comunes, y deberíamos tratar de evitarlos –o enjuiciarlos– por todos los medios). Empero, ese desafío se verá amenazado si nos resistimos a autoanalizarnos, a autoevaluarnos, a volver sobre nosotros mismos para emitir juicios valorativos fundamentados, consensuados. Claro que si la evaluación se limita sólo al enjuiciamiento, en particular si este no resulta del todo positivo, suele convertirse en frustración y tornarse inmovilizador. Pero si el propósito es aprender desde la propia práctica (tanto de los errores o las falencias como de los aciertos o las fortalezas), con el fin de extraer de allí conocimiento compartido que contribuya a superar la acción, entonces la importancia de la evaluación es evidente para el fortalecimiento de todos aquellos que se involucran en sus procesos. Sin hacer foco en los aspectos incompletos o inacabados de nuestra realidad, dejando de lado las ficciones atroces de la novela institucional (Fernández, 1998), la escuela y el docente, con el auxilio de la autoevaluación, son capaces de poner en acto lo posible.




Bibliografía de consulta

ANTELO, E. (2003). Instrucciones para ser profesor. Pedagogía para aspirantes. Buenos Aires: Santillana. Serie “Saberes clave para educadores”.
DUBET, F. (2004). “¿Mutaciones institucionales y/o Neoliberalismo?” en Tenti, E. (org.). Gobernabilidad de los sistemas educativos en América Latina. Buenos Aires: IIPE-UNESCO.
EDELSTEIN, Gloria y CORIA, Adela (1995). Imágenes e imaginación. Iniciación a la docencia. Buenos Aires: Kapelusz Editora. Colección Triángulos Pedagógicos.
FERNÁNDEZ, L. (1998). El análisis de lo institucional en la escuela: un aporte a la formación autogestionaria para el uso de los enfoques autogestionarios. Buenos Aires: Paidós.
OTERO, Fabián Roberto (xxxx). “Capítulo VII: La construcción metodológica docente en la enseñanza media” [on line]. 
SANTOS GUERRA, Miguel Ángel (2001). Enseñar o el oficio de aprender. Buenos Aires: Homo Sapiens Ediciones.
TORRES SANTOMÉ, Jurjo (1994). El currículum oculto. 4a edición. Madrid: Ediciones Morata. Colección Pedagogía/Manuales.




[i] Cit. en: OTERO, Fabián Roberto (xxxx). “Capítulo VII: La construcción metodológica docente en la enseñanza media” [on line].
[ii] Ibídem. 
[iii] La hipocresía es un arte, al menos etimológicamente: la palabra se deriva del griego tardío hypokrisía (hypokrisis en griego clásico), que era, precisamente, el ‘arte de desempeñar un papel teatral’.
[iv] Por supuesto, no todo lo que ocurre en el aula pertenece al dominio de lo imaginario, de lo virtual; tampoco (repetimos) todo “lo imaginario” es “malo”. No son pocos los autores (por caso: Santos Guerra, 2001; Edelstein y Coria. 1995; Torres Santomé, 1994;) que proponen pensar la práctica docente como un conjunto de rituales, acuñados y consolidados en el transcurso del tiempo por sus actores principales, que dejan una impronta muy significativa y no necesariamente nociva en los sujetos. De hecho, la teatralización y el histrionismo podrían ser factores clave del “éxito escolar”. Pero nuestro foco aquí es otro.
[v] Con este fin, desde el M.E.C.C.yT. de nuestra Provincia, se vienen implementando distintos mecanismos facilitadores en las escuelas secundarias, entre los que se destaca el proceso de construcción del PEC (Proyecto Educativo Comunitario), que se inició en 2012 y continúa durante este ciclo lectivo, dentro del Programa de Formación Docente Permanente y en Servicio. Pero existen otras líneas, como IACE (Instrumento de Autoevaluación de la Calidad Educativa), en el marco de un convenio ministerial con UNICEF, por citar un caso.