PONER EN ACTO LO
POSIBLE.
Los aportes de
la autoevaluación institucional.
Prof. Pablo Fernando Garrido
Por lo
común, nos inclinamos a pensar la escuela, en general, y el aula, en particular,
como un pequeño-gran teatro: en él,
cada uno de los sujetos involucrados tendría un papel que representar. Es más,
creemos que, en principio, todo profesional docente sabe que la enseñanza tiene
mucho de actuación. El histrionismo del docente comienza con la tarea básica de
obtener la atención del grupo; para lograrlo, se ve obligado a modular y elevar
el tono de su voz, volver la vista hacia los alumnos “inquietos”, extender los
brazos o mantener quieto su cuerpo, etcétera. Parece que el buen docente es o
debe ser un buen actor. Es aquel que logra imponer un cierto grado de tensión
en el aula mediante una dicción más o menos adecuada, una cierta forma de
vestirse, una cierta forma de desplazarse, de gesticular, de usar las palabras
precisas en el momento adecuado y, en fin, de acuerdo con todo esto, es aquel
que posee el sentido del “arte dramático”. Hay algunos autores que hablan sobre esto:
“[…] la enseñanza es algo profundamente
artificial, es decir es una representación de la realidad y no la realidad
misma […] esta teatralización de la
actividad docente es similar a la narrativización”[i] (Mc Ewan
y Egan, 1995).
“[…] la teatralización de la actividad áulica, es
decir la introducción de formatos narrativos compartidos, mediante los cuales
las actividades escolares sean lo más cercanas posible a la vida, aunque no
sean la vida misma, sino una representación de ella […] De esta manera, teatro y diccionario se
convierten en dos aspectos de la enseñanza que se encuentran indisolublemente
ligados, como se encuentran ligados los contenidos como carga semántica y la
manera que tienen los profesores para presentarlos llevando a cabo diferentes
estrategias didácticas”[ii]
(Litwin, 1997).
También hay otros autores que
apoyan, en algún sentido, esta perspectiva. Citamos, por caso, a Perrenoud
(1990), a su vez citado por Edelstein y Coria (1995): este plantea que existe
un “oficio de alumno” en cuanto a interiorización de una cultura propia de la
organización institucional y de la clase; un oficio que, en definitiva, se
asocia al “aprender las reglas del juego” o, en otros términos, a aprender un
guión para moverse en la escuela. Tomamos en préstamo el concepto de Perrenoud,
y proponemos, con base en la experiencia abrevada durante nuestra biografía
escolar, que hay un “oficio de docente”.
En ese oficio, no todo lo que
supone “teatralización” resulta positivo, ni todo lo que un docente tiene de
“histrión” lo convierte en un “buen docente”. El teatro es “fingimiento”, es
ficción, y, si bien en “las tablas” eso puede ser muy fructífero, siempre, en
una persona, como sabemos, el fingimiento puede tener facetas negativas. Una
persona puede fingir sentimientos, actitudes, comportamientos, puede mostrar a
los demás algo que no concuerda con su fuero más íntimo. Ese “juego” se llama hipocresía[iii]. Y en
tanto un docente es una persona, bien puede ser víctima de ella.
No importaría demasiado que así fuese en el plano de su vida personal (en tal
caso existe una conciencia moral que se encargará de juzgarlo), pero no nos
parece para nada laudable que lo sea en el plano laboral/profesional. ¿Por qué?
Por obvias razones: además de aquella conciencia moral, en el oficio docente
hay una ética profesional que debe ser resguardada y hay un grupo de personas
que se tiene a cargo, cuya seguridad y crecimiento personales deben ser
priorizados en todo momento.
De manera que la teatralización y
el histrionismo en un docente en tanto tal pueden dar lugar a algo que queremos
llamar “hipocresía profesional”: el fingimiento de cualidades o sentimientos sobre
distintos aspectos de la educación contrarios a los que verdaderamente se
tienen o experimentan. Se produce, entonces, una dialéctica perversa entre el ser y el parecer, que inaugura todo un universo escolar de cosas no
dichas, o dichas a medias. Así, puede simularse, por ejemplo, que no se tienen
prejuicios, que se apoya la idea de que la diversidad y la heterogeneidad son
valiosas en una escuela, que se busca que todos los estudiantes aprendan y
mejoren su desempeño intelectual y personal, que se hace o se hizo todo el
esfuerzo requerido para que los alumnos que se muestran “desmotivados” se
motiven, y la lista puede seguir indefinidamente.[iv]
En este marco, la autoevaluación de nuestra tarea, enmarcada en una
evaluación institucional sistemática, puede servirnos –siempre– para revisar
aquel interjuego entre el ser y el parecer, para adentrarnos en el nivel
de las significaciones y los “no dichos” institucionales, así como para
comprender los hechos que ocurren dentro de los establecimientos y las relaciones
de estos con su contexto.
Con –y a través de–
la autoevaluación, es posible aprender algo más sobre la estructura y el
funcionamiento de la propia escuela con vistas a mejorar su calidad y generar
un entorno protector para que todos los adolescentes tengan mejores
oportunidades de educarse y poder concretar verdaderamente los derechos de los
niños y adolescentes (un mandato irrenunciable desde que, en 2006, la ley
26.206 de Educación Nacional estableciera la obligatoriedad de la escuela
secundaria).[v]
Sin embargo, no podemos negar que pocas veces nos tomamos un tiempo, como
profesionales docentes, para (re)pensar sistemáticamente nuestra institución y
nuestro rol, sumidos en la velocidad y la agitación propia de los múltiples
trabajos que nos competen. Si es que alguna vez lo hacemos, no es raro que consideremos
nuestra tarea como algo estático, inflexible. Tan es así que solemos concebir a
la escuela, en tanto institución, como un espacio sacro, intocable,
inmodificable. Parecería que el mandato y las funciones de la escuela
secundaria deben mantenerse incólumes pese a las transformaciones –evidentes–
que se han producido y se producen en el mundo, de manera incesante. Esta
visión anquilosada se corresponde de manera directa con el programa educativo
de la modernidad, con los orígenes de los sistemas educativos nacionales, que
ha marcado profundamente a la educación secundaria. Según Francois Dubet
(2004), este programa institucional tradicional construyó una ficción
pedagógica según la cual la escuela se dirige a los alumnos, entendidos sólo
como sujetos de conocimiento y razón y no a niños y adolescentes, como sujetos
singulares portadores de pasiones y particularismos sociales. El autor entiende
que esto redundó en la exclusión precoz de los alumnos que no aceptaban las
reglas y determinismo escolares.
Hoy, en un contexto signado por
el acceso igualitario –como hecho o como aspiración–, ya no es posible encontrar
una finalidad, un sentido socialmente homogéneo para la escuela media, sino
que, por el contrario, existe pluralidad y fragmentación de los sentidos (y
significados) que se le otorgan. De acuerdo con eso, y teniendo en cuenta que
el currículum tiene varios niveles de concreción más allá del diseño curricular
oficial, es necesario preguntarse qué implica un diseño curricular relevante en
el nivel secundario en la actualidad. Y para eso también sirve la
autoevaluación.
Por otro lado, somos conscientes
de que la docencia nunca es neutra. Optamos
–siempre– por alguna posición respecto de ideas centrales
en nuestro ámbito profesional: sobre qué es enseñar, aprender, ser profesor, ser alumnos, educar.
Los distintos enfoques o posiciones enfatizan algún elemento del proceso de
enseñanza y aprendizaje en particular y por eso resulta necesario recuperar y
develar las teorías implícitas a través de un proceso reflexivo que las ponga
en cuestión y genere posibles alternativas. Cabe instalar en las escuelas la
pregunta acerca de con qué modelos se acuerda más y de qué docente se quiere
ser, para nuestro enfoque de enseñanza esté en permanente revisión y
reconstrucción, conforme a los indicadores de la realidad contextual. Es decir, con el objeto de que los docentes tomemos decisiones conscientes,
cuidadosamente pensadas, sobre el tipo de docente que está continuamente en
proceso de llegar a ser y, en
consecuencia, sobre los estudiantes con cuya formación integral estamos
colaborando. Y en esto, otra vez, viene a ayudarnos la
autoevaluación.
Sabemos
que ser docente –hoy y
siempre– es una tarea compleja, que exige afrontar el desafío de
hacer de la escuela un espacio donde el presente sea más rico y resguardado, un
espacio que haga posible otro futuro, colaborando en la construcción de una
sociedad más justa y democrática (y no creemos que esta aspiración sea un cliché; la educación está repleta de estereotipos,
clichés, lugares comunes, y deberíamos tratar de evitarlos –o
enjuiciarlos– por todos los medios). Empero, ese desafío se verá
amenazado si nos resistimos a autoanalizarnos, a autoevaluarnos, a volver sobre
nosotros mismos para emitir juicios valorativos fundamentados, consensuados. Claro
que si la evaluación se limita sólo al enjuiciamiento, en particular si este no
resulta del todo positivo, suele convertirse en frustración y tornarse inmovilizador.
Pero si el propósito es aprender desde la propia práctica (tanto de los errores
o las falencias como de los aciertos o las fortalezas), con el fin de extraer
de allí conocimiento compartido que contribuya a superar la acción, entonces la
importancia de la evaluación es evidente para el fortalecimiento de todos
aquellos que se involucran en sus procesos. Sin hacer foco en los aspectos
incompletos o inacabados de nuestra realidad, dejando de lado las ficciones
atroces de la novela institucional (Fernández,
1998), la escuela y el docente, con el auxilio de la autoevaluación, son
capaces de poner en acto lo posible.
Bibliografía de consulta
ANTELO, E. (2003). Instrucciones para ser profesor.
Pedagogía para aspirantes. Buenos
Aires: Santillana. Serie “Saberes clave para educadores”.
DUBET, F. (2004). “¿Mutaciones
institucionales y/o Neoliberalismo?” en Tenti, E. (org.). Gobernabilidad de los sistemas educativos en
América Latina. Buenos Aires: IIPE-UNESCO.
EDELSTEIN, Gloria y CORIA, Adela (1995). Imágenes
e imaginación. Iniciación a la
docencia. Buenos Aires: Kapelusz Editora. Colección
Triángulos Pedagógicos.
FERNÁNDEZ, L. (1998). El análisis de lo institucional
en la escuela: un aporte a la formación autogestionaria para el uso de los
enfoques autogestionarios. Buenos Aires: Paidós.
OTERO, Fabián Roberto (xxxx). “Capítulo VII: La construcción metodológica
docente en la enseñanza media” [on
line].
SANTOS GUERRA, Miguel Ángel (2001). Enseñar o el oficio de aprender. Buenos Aires: Homo Sapiens
Ediciones.
TORRES SANTOMÉ, Jurjo (1994). El
currículum oculto. 4a edición. Madrid: Ediciones Morata.
Colección Pedagogía/Manuales.
[i] Cit. en: OTERO, Fabián Roberto (xxxx). “Capítulo VII: La construcción metodológica
docente en la enseñanza media” [on
line].
[iii] La hipocresía es un arte, al menos
etimológicamente: la palabra se deriva del griego tardío hypokrisía (hypokrisis en
griego clásico), que era, precisamente, el ‘arte de desempeñar un papel
teatral’.
[iv] Por supuesto, no todo lo que ocurre en el aula
pertenece al dominio de lo imaginario, de lo virtual; tampoco (repetimos) todo “lo imaginario” es “malo”. No son
pocos los autores (por caso: Santos Guerra, 2001; Edelstein y Coria. 1995;
Torres Santomé, 1994;) que proponen pensar la práctica docente como un conjunto
de rituales, acuñados y consolidados en el transcurso del tiempo por sus
actores principales, que dejan una impronta muy significativa y no
necesariamente nociva en los sujetos. De hecho, la teatralización y el
histrionismo podrían ser factores clave del “éxito escolar”. Pero nuestro foco
aquí es otro.
[v] Con este fin, desde el M.E.C.C.yT. de nuestra
Provincia, se vienen implementando distintos mecanismos facilitadores en las
escuelas secundarias, entre los que se destaca el proceso de construcción del
PEC (Proyecto Educativo Comunitario), que se inició en 2012 y continúa durante
este ciclo lectivo, dentro del Programa de Formación Docente Permanente y en
Servicio. Pero existen otras líneas, como IACE (Instrumento de Autoevaluación
de la Calidad Educativa), en el marco de un convenio ministerial con UNICEF,
por citar un caso.
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